Me voy

Se levantó como todas las mañanas hacía ya casi diez años. A las siete en punto. Se sentó en el borde de la cama y durante un largo rato miró fijamente a sus pies, diluyendo sus pensamientos en la observancia de sus huesudos dedos. Se calzó las zapatillas raídas, las mismas que desde hace ya casi diez años arrastraba en paseos circundantes por toda la casa y que en ese trasegar habían perdido la forma y hasta el color. Parapetado en ellas, empujando su cuerpo triste caminó por el pasillo que conduce a la cocina.

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Al llegar al final del pasadizo entró a una estancia oscura, sin brillo y en desorden, iluminada apenas por un rayo de luz gris que se colaba a través de una pequeña ventana.  Caminó guiado por ese halo  y observando al otro lado del cristal se percató cómo nuevamente, un día más, la lluvia otoñal bañaba su abandonado jardín; se recreó siguiendo el recorrido que marcaba la tierra arrastrada por el agua hacia la cuneta que ocupaba el lugar de lo que fue una gran piscina. Luego de un rato de abstracción total en aquel espectáculo de ver la tierra convertirse en fango, levantó la mirada y lo único que la niebla permitía distinguir de la montaña que custodiaba su casa, era el camino zigzagueante que de lejos parecía como si la partiera en dos. Pensó que tal vez si un día, las ganas eran más fuertes que la desidia, subiría a coger setas para comer. Estuvo unos minutos ausente, mirando sin ver y sin más pensamiento que el que todas las mañanas, desde hace ya casi diez años le acompañaba cuando se paraba en aquel lugar, a la misa hora, a mirar la misma montaña:

-Un día haré el camino de ida, sólo el de ida.

El torturante ruido de las gotas de agua que se escapaban por el grifo averiado del fregadero lo sacaron de aquel estado catatónico, y dando un suspiro profundo se dirigió a la pequeña mesa que hacía las veces de comedor y escritorio. Encendió la luz de una vieja lámpara y ante él apareció un plato casi lleno y medio vaso de vino tinto. Eran los restos de la cena de la noche anterior: una patata mordisqueada, un puñado garbanzos secos y un trozo de pan duro que observó durante un rato con total indiferencia…

Pensó que lo mejor era tomar un café.

Se giró un poco, dio dos pasos más y detuvo su humanidad escuálida frente a la alacena. Estiró un brazo para abrir la pequeña puerta metálica y sus ojos se clavaron en una notita escrita a mano en la que más que leer se podían adivinar unas palabras. Hacía diez años aquel trozo de papel amarillo y mal arrancado de alguna libreta vieja aguantaba sostenido por un imán al desvencijado mueble. La leyó, como la leía religiosamente todas las mañanas desde hace ya casi diez años, y al instante, una lágrima fría que cayó por su mejilla le robó un suspiro profundo, eterno…

Y pensó, nuevamente, que lo mejor era tomar un café.

Abrió la alacena, tomó un viejo bote de plástico, pero al quitar el pequeño cartón que hacía las veces de tapón sólo encontró una cuchara retorcida por el uso y el abuso y el olor de donde hasta hace una semana hubo café molido. Haciendo una mueca de fastidio dejó el bote en su lugar y al cerrar el armario se volvió a encontrar con la notita pegada a la puerta. La repasó nuevamente y otra lágrima corrió por su mejilla. Bajó la vista y, como si no fuese su piel, miró con desdén cómo el frío teñía de violeta sus pies blancos y pensando en voz alta dijo: ya es hora de comprar unos calcetines nuevos.

Volvió a caminar por el halo de luz hacia la ventana y se detuvo frente a ella mientras intentaba proteger sus manos del frío metiéndolas en los bolsillos de su raído pijama a cuadros. Seguía lloviendo y la oscuridad del cielo decía que en todo el día no pararía. Viajó nuevamente con su mirada por el camino zigzagueante y así, inmóvil y en silencio, permaneció durante dos largas horas. De repente, sin entusiasmo, pero dejando su vida en un suspiro, balbuceó en voz alta:

-Creo que ha llegado el día.

Devolvió su mirada a la puerta de la alacena y allí estaba la nota, como desde hace ya casi diez años, esperando para volver a ser leída. Se acercó despacio y sin quitar la mirada de aquel papel amarillento, retiró el imán y agarró el escrito en el que todas las mañanas leía la misma frase:

“Me cansé. Me voy y ahí te quedas”.

Sin apenas tiempo para parpadear, las lágrimas acudieron todas al instante nublándole la vista y apretándole aun más el nudo que desde hace diez años le oprimía la garganta y le robaba el aire. Arrugó tan fuerte aquel papel que las uñas rasgaron la piel de su mano y pronto la sangrante empapó aquella hoja vieja. Sintiendo el vacío que revuelve el estómago y ablanda las piernas cuando se acerca una despedida, dijo, por fin, después de diez años:

-Yo también me cansé. Me voy.←

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