→Caminar sin mirar atrás es hacernos cargo de nuestras decisiones y cargar con ellas sin arrepentimientos, ni culpas, cuando éstas no han sido muy acertadas, es permitirnos avanzar por la vida sin lastrar el dolor por lo que pudo haber sido y no fue. Es decidir vivir sin resentimientos absurdos contra otros, o lo que es peor, contra nosotros mismos.
El otro día, en medio de una conversación sobre el amor y el desamor, escuché una de las frases recurrentes que se espetan cuando el desafecto hiere de muerte al Cupido que une dos vidas: «Jamás le perdonaré a esa rata inmunda que me engañara». De inmediato esto me hizo pensar en la facilidad con la que tendemos al auto sabotaje. En la ligereza con que culpamos a los demás de lo que nos hace daño y en la carga que le otorgamos al otro sobre lo que una vez decidimos libre y autónomamente. Sin darnos cuenta hemos desarrollado una especial destreza para sacarle el cuerpo a nuestra responsabilidad cuando optamos abrir el corazón –y dicho sea de paso, las piernas- a esa rata inmunda a la que jamás perdonaremos su engaño.
Partiendo de la base de que no vivimos en una sociedad en la que fulano le pone una pistola en la cabeza a fulana para que acceda a sus encantos -y viceversa-, la decisión sobre con quién (o no) nos apareamos, es un acto absolutamente soberano e independiente, que tomamos llevados por el acelere en los latidos del corazón cuando el «príncipe», o la «princesa», cruzan nuestro camino. De tal manera que como nadie nos obliga a entregar sentimientos, pensamientos y parte de nuestra vida a otro; asimismo, la responsabilidad de lo que hacemos con el dolor es únicamente nuestra, como nuestra ha sido la decisión de permitir que la rata anidara en nuestra almohada y pusiera patas arriba nuestra vida.
Es cierto que descubrir una traición amorosa nos produce, además de una gran decepción, una serie de patologías psíquicas y físicas que nos bloquean y nos llevan, la mayoría de las veces, a convertimos además de víctimas, en verdugos cuya única arma es el dolor que nos ahoga. Es esa ceguera que produce el desconsuelo la que nos lleva a reaccionar con la única respuesta «digna» que encontramos para justificar una cornamenta atroz: culpar al otro de desleal, de hacernos daño, de engañarnos, de humillarnos y de abandonarnos; cuando los primeros en hacernos daño, engañarnos y sernos desleales, hemos sido nosotros. Nadie más, aparte de nosotros, es responsable de hacer caso omiso a esas señales que la vida nos mandó para advertirnos, cuando estábamos en la cima de la noria, que debíamos bajarnos de aquel vagón porque al mínimo cambio de corriente tiraría nuestra autoestima en caída libre –como en efecto sucedió y por lo que ahora odiamos al sujeto en cuestión-.
De ahí el gran alcance y el valioso significado de saber a quién entregamos la llave que libera nuestros sentimientos y, sin temor a que suene pedante y/o egoísta, la importancia de «elegir» a la persona a quien le conferimos el derecho y el poder de darle –o no- el valor que merece nuestra persona. Una vez optamos irnos a la camita con Topo Gigio, o zambullirnos locos de contento por las cloacas de la «encantadora» Ben, la rata asesina, quedamos atados a nuestra elección y, por tanto, nos convertimos en administradores únicos y solidarios de nuestra propia responsabilidad.
Cuando el desamor se nos cuela por la ventana, la salida más facilona que encontramos es culpar al otro por volver añicos nuestro orgullo, olvidándonos de que el camino hacia el matadero lo tomamos en plena libertad y transitamos por él tan eufóricos y risueños, como si esa rata, en lugar de invitarnos a su cloaca, nos estuviera abriendo el paraíso.
Y no. El paraíso no existe.
Y, pensándolo bien, debemos ser realistas. La próxima vez que alucinemos porque Cupido nos dispara flechas para convencernos de lo contrario y, por nuestro propio pie nos subamos a la nube de creernos Julietas, o Romeos, dependerá de nuestra cordura –y una gran dosis de sentido común- no elegir quedarnos con la única saeta envenenada del lote.
Como muchas cosas en la vida nos vienen contadas una, dos -o muchas veces-, si es que aun no hemos agotado las oportunidades para «emparejarnos» y en aras de nuestra supervivencia emocional, valdría la pena procurar hacer de esa próxima oportunidad, una gran oportunidad. Una gran momento para elegir bien, para poner los pies en la tierra y saber con quién nos asociamos a compartir vida, sueños, cama y desayuno. Para que la próxima vez, si es que hay una próxima -porque las cosas no siempre salen bien- ya no tiremos balones fuera culpando a otro de engañarnos responsabilizándolo de nuestra mala decisión. De nuestra mala elección. Sino que más bien aceptemos con dignidad que hemos sido nosotros los que le hemos permitido a la rata engañarnos. Que hemos sido nosotros, en un punto de inflexión de esa inconsciencia temeraria en la que nos creímos héroes, y heroínas, quienes nos colamos en su cloaca otorgándole atributos celestiales que ni tuvo, ni tendrá jamás.
Aprender lecciones haciéndonos cargo de las opciones elegidas y sin arrastrar resentimientos, ahí está la clave.←
Se siente mucha experiencia en » la música del corazón » en tu artículo y lo triste es que estas » lecciones » no nos las enseñen en la escuela para poder tener «más oportunidades» y valorar sólo a quien lo merece. No obstante, el título me parece demasiado triste… » El paraíso no existe… » ¿ Y porqué no ? Si depende de nosotros… siempre podremos «crear nuestro propio paraíso». Gracias por abrir tu corazón…. y ayudar con tu Luz a los que siguen en la oscuridad.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Muchas gracias por tu comentario, María José. Encuentro razón en lo que dices acerca de que siempre podremos crear nuestro propio paraíso. Un abrazo y gracias por tu visita.
Me gustaMe gusta
Ayy que dolor, recordar todas esas ratas asesinas! Te cabe toda la razón, la llave no se le entrega a cualquiera, el problema es que lo venimos a entender ahora!!! En fin, nunca es tarde…….
Me gustaLe gusta a 1 persona
Nadie te daño si antes no te amo…
Me gustaLe gusta a 1 persona