→Después de deambular como un gato herido por todos los rincones, recorriendo con los ojos y acariciando con sus dedos uno a uno los objetos que Amalia -en un gesto de abandono dejó dispersos por la casa- se sentó frente al televisor y observó fijamente y con ojos aturdidos, la negra pantalla.
Tras varias horas en ese estado, casi catatónico, y luego de advertir que de aquel hueco oscuro no salía ninguna voz de aliento, se levantó, fue a la cocina, tomó un vaso de vino y decidió salir de casa. Necesitaba respirar. Se acercó al armario, tomó su vieja chaqueta vaquera, las llaves en una mano, la cartera en la otra y salió sin saber bien a dónde dirigirse.
La noche caía sobre Lisboa. La primavera se dejaba sentir con el aire cálido que venía del mar y como una intrusa exquisita invadía las empinadas callejuelas que conducen a La Alfama. Descendió por la calle Augusto Rosa buscando siempre con la mirada el horizonte que abajo se dibujaba con una fina línea azul oscura, muy oscura. Cuando llegó a la calle Piedras Negras frente a la Catedral, no supo a qué –ni por qué- se detuvo en la puerta sintiendo dentro de su pecho un remolino que lo empujaba, inconteniblemente, a entrar. Así es que como quien pide permiso temiendo profanar un cuerpo inviolable, entró despacio, sin hacer ruido al pisar y lentamente se sentó en el último banco de la nave principal. Por más que se esforzó en recordar cuándo había sido la última vez en que había visitado una iglesia, no pudo traer a su mente ninguna imagen reciente. Sólo pudo recordar que la última –y la primera- que había entrado a la Séo de Lisboa, fue como turista hacía ocho años atrás cuando incluyó el templo en la lista de los edificios de obligada visita en aquella ciudad, de la que siempre afirmaba, era la más romántica y a la vez la más triste del mundo.
Estuvo un rato pensando en cuántos secretos guardaban sus confesionarios y cuántos muertos sus panteones, mientras observaba cómo la luz que tímida se colaba por las cristaleras desaparecía lentamente, cediendo el inexorable relevo a las velas que como candiles perpetuos alumbraban a los santos. Sin previo aviso y sintiendo crujir el grito de un león herido dentro de su pecho, como poseído por un beato, comenzó a rezar en voz muy baja sin saber bien a quién, ni por qué, pero rezó con una fe ciega, profunda, que le emergía de las entrañas a borbotones. Una oración trajo a otra y ésta a otra. Vinieron ruegos, uno detrás del otro y éste de otro. Una plegaria atropellaba a la siguiente entre los “perdóname, perdóname” que salían de sus labios apresuradamente, como si dentro un demonio los amenazara con su tridente abrasador obligándolos a huir aterrados.
Intrusa, sin anunciarse, una lágrima se anticipó a la tormenta y corrió veloz por su mejilla sin darle apenas tiempo a levantar su mano para ocultarla. Como el vendaval que rompe una esclusa, la gota abrió paso a un sollozo amargo y aquel temporal, sin pudor alguno por romper el silencio del templo, arreció con pequeños gemidos de desconsuelo. Pronto, lo único que llenó ese lugar sagrado fueron los lamentos desgarradores, angustiosos y tristes de un hombre solitario que cayó arrodillado ante un dios en el que no creyó nunca y al que pedía perdón con fe honda, fanática, como si de una absolución pendiera su único hilo de vida. “Oiga, haga silencio y le recuerdo que es hora de cerrar, así que salga ya”, dijo un anciano guardés que a lo lejos asomaba desde la sacristía mientras que, como una campana que anuncia el final del último asalto, hacía sonar las llaves invitando al atribulado hombre a ir con su lamento a otra parte.
Como un perro regañado por corretear por el jardín, se levantó apresuradamente y en silencio salió del recinto, avergonzado por el triste y deplorable espectáculo que acababa de brindar a un hombre que al parecer no tenía muy claro cuál era la compasión promulgada por su iglesia. Secándose las lágrimas con la manga de su chaqueta, bajó el atrio de la iglesia y ahora con más rabia que vergüenza, comenzó a descender con largas zancadas por la vía Cruzes da Sé preguntándose en voz baja por qué la humanidad, en su incomprensible orden, era prolífica pariendo seres de espíritu tan pequeño como aquel custodio de dios.
De la oscura Travessa Dos Machados en la que sus sótanos y zaguanes habitualmente escupían fados a despistados hambrientos de la carnaza que alimenta despechos, una vieja conocida, con su voz ronca, aguardientera y llorosa acompañada por unos acordes que nada tenían que ver con el fado, le hablaba en su idioma incitándolo a entrar en aquel callejón ciego…
Si no te vas
te voy a dar mi vida
si no te vas, vas a saber quién soy
vas a tener lo que muy poca gente
algo muy tuyo
mucho, mucho amor
Como el niño que en medio de un parque de atracciones persigue la mano de su madre, se adentró por el pasadizo tras la voz que parecía cantar sólo para él. Tras unos pocos pasos se encontró ante una anticuada y raída cortina que hacía las veces de puerta y allí se detuvo a escuchar lo que la voz gemía al otro lado…
Mientras descorría la desgastada tela, un sudor frío comenzó a correr por su espalda en una carrera de esas que anuncian la hora de buscar un lugar seguro. Sin pensar en nada más que en perseguir el lamento escupido por aquella llorona, como el lobo que sigue el llamado de la madre tierra, avanzó por un lúgubre pasillo hacia el interior de aquel antro. La luz roja de sus sucias lámparas sólo le permitían adivinar siluetas, sombras oscuras y ojos desorbitados que lo repasaban como animales que han visto interrumpido su sueño. “Malamuerte” –pensó-.
Ay, cuánto diera yo
por verte una vez más
pedazo de mi vida
por dios que si te vas
se va a acabar mi amor
pedazo de mi vida
Sus pensamientos comenzaron a atropellar recuerdos de cuando llegó a Portugal para vivir los mejores años de su vida junto a Amalia, aquella mujer que con su sonrisa revolcó su vida y con sus ojos le guió el destino hasta Lisboa. “Perdóname, perdóname” comenzó a repetir nuevamente en aturdidos ruegos. “Perdóname, perdóname”, una, otra, y otra vez mientras el pánico oprimía su garganta y le correteaba acelerado entre los pulmones y el estómago, hasta que el llanto, intruso y puñetero irrumpió de nuevo como el río que no olvida su cauce. Necesitaba un baño. Miró a su alrededor y dando tumbos se adentró por un corredor oscuro en donde al final, la silueta de un vigoroso pene dibujado en luz neón le indicó que esa era la puerta que buscaba.
Fuera, el lamento de la voz desgarrada que continuaba saliendo por unos anticuados y destartalados parlantes, sentenciaba:
Si tú te vas, se va a acabar mi mundo
El mundo donde solo vives tú
No te vayas, no quiero que te vayas
Porque si tú te vas
en ese mismo instante muero, ¡muero yo!
“Cuando la ausencia es real, ya no queda nada. Ya no hay ni silencio” leía una y otra vez la mujer que cumplía con su cometido diario de recoger la basura y despertar a los últimos borrachos antes de abrir una nueva jornada de aquel garito canalla y, con el papel en su mano temblorosa, dudaba entre llamar a la policía, o intentar abrir la puerta del retrete cerrada a cal y canto.←
Como siempre, logras capturar al lector y generar avidez hasta el final
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Magnífico, conmovedor, envolvente e intrigante hasta la última línea. Una perla.
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