→Cuando encendió la luz para iluminar el recibidor de entrada a su casa, el único sonido que escuchó fue el que hacían los tres pequeños peces que se movían en círculos en el acuario puesto sobre la cornisa interna de la ventana del pasillo. Cerró la puerta y depositó sobre el secreter de la entrada, la bolsa de una tienda en la que esa tarde había comprado un pijama de algodón, su pequeño bolso de piel y, unas cuantas cartas que acababa de recoger del buzón.
Despacio, como si no quisiese molestar la paz de Lunes, Martes y Miércoles, los peces del acuario, sin hacer ruido abrió el más minúsculo de los cajoncillos del pequeño escritorio y posó en él las llaves que tenía en su mano. Empujó la diminuta caja y, con movimientos silenciosos y repetitivos, se aseguro de que quedara bien cerrada.
Se miró en el gran espejo que colgaba de la pared arriba de aquella mesilla y se observó, con total indiferencia, como esperando que la imagen que veía reflejada saltara del espejo cobrando vida. Luego de unos instantes de estudiar su rosto, abrió la boca, sacó la lengua, hizo unas cuantas muecas y luego apretó los dientes para comprobar, primero en su perfil derecho, luego en el izquierdo, que el trabajo de ortodoncia hecho hace más de treinta años, seguía perfecto. Bajó un poco la cabeza y observó con detenimiento su pelo reflejado en el cristal. Quitó un mechón que le caía sobre la frente y con sus dedos abrió un amplio camino en aquella larga y enmarañada melena, dejando al descubierto más canas de las que sus cincuenta años podían resistir
-¡Mierda, con las benditas canas!
Hizo una mueca de disgusto y, volviendo a tomar el mechón de cabello que antes había retirado, en un solo gesto lo dejó en su lugar tapando aquel río de hilos blancos. Ser miró de nuevo los dientes en el espejo, perfil derecho, perfil izquierdo y apretón de encías para comprobar, una vez más, que nada en su ortodoncia había cambiado. Levantó un pie a la altura de sus nalgas y se quitó el zapato; repitió el ejercicio con el otro pie y asiendo sus escarpines por el alto tacón, se dirigió a la cocina con ellos en las manos.
Algunos pasos descalza por el suelo de madera del pasillo la pusieron frente al acuario y allí se detuvo para saludar a los peces que seguían, como corriendo una maratón de relevos, dando vueltas uno detrás de otro en la pecera
-¡Hola lunes! ¡Hola martes! ¡Hola miércoles! ¡No, no! tranquilos, no me respondan, siguen vivos y eso ya es suficiente. ¡Vida es lo que necesita esta casa, hijos míos!
Tres pasos más y estiró su codo izquierdo para alcanzar el interruptor que encendía la luz de la cocina. Al entrar dejó los zapatos sobre una silla de la barra que separaba el comedor del jardín y se dirigió a la nevera, de donde sacó dos bandejas de comida preparada que introdujo en el microondas. Mientras el horno giraba durante tres minutos calentando aquella comida macrobiótica que semanalmente le traían de un restaurante especializado, buscó dos platos, dos copas, servilletas, cubiertos y los dispuso sobre un pequeño mantelillo teniendo especial cuidado que cada objeto quedara perfectamente alineado uno frente al otro y se dirigió hacia el enfriador de donde sacó una botella de vino que, lentamente y en cantidad casi milimétrica, sirvió en las dos copas.
Cuando el timbre del horno indicó que la comida ya estaba caliente, retiró las bandejas y volcó su contenido sobre cada uno de los platos. Se sentó a comer y a la vez que observaba la fuente y la copa que servidos sin comensal la acompañaban en silencio al otro lado de la barra, veía cómo los minutos pasaban en el reloj que descansaba sobre la encimera de la cocina. Terminó de comer, le dio una última mirada al reloj y dando un suspiro profundo, exclamó para sí
-Bueno, como siempre, ha sido un placer cenar contigo, mi querido Manuel
Se levantó de la mesa, agarró los zapatos de la silla y salió de la cocina. Se detuvo a la salida para apagar la luz con su codo derecho y al pasar frente al acuario se despidió de los peces
-Buenas noches chicos. ¡No, no se preocupen por contestar! A mí, con que respiren, ya me basta.
Antes de entrar a la habitación tiró los zapatos con fuerza al fondo del vestidor y, sin pasar de la entrada de éste, se quitó la ropa hasta quedar desnuda, tirando con firmeza cada prenda, una a una, hasta el fondo del vestidor junto a los zapatos. Caminó hacia el baño y allí, ante una de las inmensas láminas de cristal que cubrían las paredes, retiró el mechón de cabello que le caía sobre la frente y exclamó
– ¡Mierda, con las benditas canas!
Volvió a hacer un gesto de disgusto y, como un acto que por repetitivo se convierte en inconsciente, tomó el mechón de cabello que antes había retirado y en un solo gesto lo dejó en su lugar tapando nuevamente las canas, que para su gusto, eran demasiadas.
Se lavó los dientes, se lavó la cara, se lavó las manos y, mirándose al espejo dijo:
-¿Y si un día se inventan algo para lavar la soledad?
Luego de unos instantes de estudiar su rosto, continuó con el ritual que hacía siempre que encontraba un espejo: abrió la boca, sacó su lengua, hizo unas cuantas muecas y luego apretó sus dientes para comprobar, primero en su perfil derecho, luego en el izquierdo, que nada en su ortodoncia había cambiado.
Salió del baño, apagó la luz con su codo izquierdo y caminó por el pasillo que la llevaba a la habitación. Se detuvo frente a la cama para encender la luz de la lamparilla de la mesita sobre la que además descansaban unos cuantos libros a medio leer y unas revistas de cocina que miró con indiferencia. Cuando levantó la manta para meterse en el frío lecho, sus ojos se encontraron con un sobre blanco en el que detuvo su mirada y en el que casi se le detiene la vida. Sin apenas parpadear, permaneció durante unos largos minutos escuchando cómo el latir de su corazón le anunciaba impaciente en su pecho que, para la leer aquella carta, era mejor sentarse.
Abrió el sobre y desdoblando el papel que había dentro, comprobó que la cuidada caligrafía escrita con plumilla de color negro era de Manuel, el hombre con el que se había casado hacía quince años, tres meses, cuatro días y unas cuantas horas; el mismo hombre con quien había compartido, en ausencia, la cena servida para nadie esa y muchas noches más durante los quince años, tres meses, cuatro días y unas cuantas horas que llevaban de extraña unión.
“Lo siento pequeña, no me esperes a cenar. Mil veces me dijiste que debemos escuchar nuestra voz interior y la mía, desde hace cuarenta años, me dice que debo buscar mi lugar. Pequeña, esto es, justamente, lo que he decidido hacer junto a Carlos, mi profesor de pádel. Sé que eres muy comprensiva y me entenderás.
Perdóname, te quiero, Manuel”.←
La soledad es un estado al cual uno debe acostumbrarse a lidiar con èl para cuando se pase a otro estado compartido poder convivir en paz y claridad
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