La cepa

Fue un domingo de plan familiar frente al televisor. Emocionados vimos en nuestro recién estrenado Phillips, cómo un mastodonte de ocho plantas y cuatro mil ochocientas toneladas era desembrado de su terreno y removido 29 metros al sur en una ciudad que, para el año 1974, comenzaba a crecer por sus extremos -físicos y metafóricos- y necesitaba unir el oriente con el occidente para dar paso a la turbulenta calle 19 del centro de Bogotá, la ciudad que me parió (la primera vez).

Tal vez porque en mis fábulas infantiles pensaba que los edificios -como los árboles- eran regalos de la naturaleza que brotaban de la tierra y que como éstos tenían raíces que se tejían y se abrazaban fuerte, solidaria e íntimamente bajo el suelo, aquellas asombrosas imágenes del traslado del Edificio Cudecom se quedaron grabadas en mi mente como una película de ficción, incomprensible, asombrosa, demasiado grande para mi entendimiento de niña.

Bogotá, año 2019

Han pasado 45 años de aquellas imágenes y, a día de hoy, cuando regreso a mi ciudad y paso frente a aquel viejo edificio, ineludiblemente, como antes, como siempre, recuerdo ese domingo familiar frente a la tele y mi imaginación de niña vuelve a pensar en lo extenuante que debió resultar destejer sus raíces, liberar sus amarres, desenrollar su cepa, aflojar sus nudos, desligar sus fibras, sacudir la tierra y mover, en tan sólo nueve horas, aquella monumental mole de cemento, hierro y cristales.

Hubo un tiempo en que yo me sentí como aquel árbol de argamasa. Una mañana de domingo mi vida también se plantó en otro campo y mi estructura igualmente fue removida en toda su raíz, desde el cuello hasta su cofia. En una decisión que cambió mi vida para siempre, de repente y sin tener idea de cómo hacerlo, así como Cudecom, mi mundo se sacudió y, sin preparación previa en una amalgama de sentimientos raros, cruzados y contradictorios, me planté a la vera de La Santina y a la sombra de la vieja Vetusta, a vivir mi particular conquista en el único principado del reino y junto al único príncipe que habitaba en él.

Detrás de los ojos verdes más bellos que jamás había visto y agarrada de la mano de ese, mí “príncipe”, impávida y con la maleta cargada de temeridad, atravesé el océano y llegué a la tierra de Pelayo, esa en la que un gris, silente, perenne y melancólico orbayu amenazó con evitar mi arraigo y algunas veces hizo todo lo posible por ocultarme el faro.

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La Regenta frente a la Catedral de Oviedo, la vieja Vetusta

El destino, que en mi caso ha sido siempre tan anárquico, impredecible y sorprendente, me arrancó de la fuente de los afectos, de mi raíz, del universo de mis ancestros y me soltó en una tierra nueva, fascinante pero extraña y seductora pero fría, en la que como un mero acto de supervivencia evitando que se me derrumbara el mundo y con el alma llena de nostalgias, poco a poco tuve que reaprender a trenzar lazos, a tejer nudos, a expandir la cepa y a hilar las fibras de agarre que me sembraran a esta tierra.

En términos de una vida, acabo de llegar a mi mayoría de edad. Hace dieciocho años España comenzó a enredarme en su manigua y como una mujer que se prepara para el parto con paciencia de artesano, ésta “Madre Patria” dispuso todo para parirme por segunda vez. Después de un tiempo en cuarentena, el esqueje de mi nueva vida comenzó a agarrarse como una dama de noche a esta tierra. Como aquel viejo edificio, en el subsuelo de este país hoy se entrelazan mis nuevas raíces, esas que se alimentan de los afectos tejidos con la familia encontrada y elegida en estos años y que con lazos de amor y hermandad me cuidan y protegen por que sí, porque ellos son mis ángeles de la guarda.

En este lugar he vuelto a ser niña y a dejarme sorprender de la vida. Como una adolescente me he puesto el mundo por montera y echando mano de esa rebeldía que trasciende muchas vidas, a veces he vivido como si el planeta amenazara con terminarse mañana. Aquí he madurado entendiendo que la brújula de mi vida está en mis manos y que sólo yo la llevo al norte. Tanto he vivido y aprendido en este pueblo, que poco a poco fui adquiriendo la sapiencia de una anciana y con la experiencia de los años he ido armando, comprendiendo y sanando mi universo.

En esta tierra he amado con locura, con profundidad, con dolor, con ternura y también con mucha calma. Este país me ha regalado risas eternas, pero también en él he llorado desgarrando el alma, vaciando el corazón y casi hasta apurar la vida. Este tiempo me ha dado para todo y aun cuando en mi interior llevo instalada la primavera, las pocas borrascas que han venido sólo se han llevado la hojarasca y me han dejado un ser más fuerte y renovado.

brillarEn este pueblo bendito me hice la mujer que soy, la que se mira al espejo y ya sin complejos ni nostalgias se agradece por haberse permitido la oportunidad de vivir tanto. Esta esquina del planeta me ha regalado el conocimiento que hoy tengo de mí misma y aquí encontré ese amor propio que me permite pisar firme reconociéndome en cada paso, descubriéndome en cada espejo e integrando a mi experiencia todas, todas las lecciones aprendidas. Hoy, dieciocho años más tarde, soy feliz al descubrirme auténtica.

Aunque España me parió a otra vida, mi acento, mis ritmos y costumbres más profundas siguen brotando espontáneas e ineludiblemente me dibujan como intrusa. En la tierra del origen, aquella en la que subyace esa raíz sempiterna, también ahora la música instalada en mi acento, las nuevas palabras adoptadas en mi jerga y la sorprendente y muy particular visión que del mundo hoy tengo, me retratan como si ya de allí tampoco fuera. El punto medio, ese que nos ayuda a impartir justicia, para mí ya no existe, porque ahora, y parafraseando al viejo Facundo, la cuestión está en que “no soy de aquí, pero tampoco soy de allá” y eso, creo, hace parte del peaje que significa poner tierra de por medio.

En el camino de venida se me fueron quedando amigos, familia, gente de la entraña. Unos se me han adelantado en el camino y han ido a descansar con las estrellas. Otros pocos, muy pocos y de otra forma, han decidido silenciarse para siempre. A 6.686 días de la partida, la vida no deja de premiarme día a día con esas almas que pese al tiempo y los kilómetros siguen ahí, porque desde allá continúan rodeándome de amor, abrazándome con sus palabras, acariciándome con sus detalles, acompañándome en la distancia y haciéndome sentir su presencia en cada uno de mis días, en cada una de mis noches. Hoy sé que en mi vida están todos los que deben estar, nadie sobra, como tampoco nadie falta y es tanto el amor que me dan los que permanecen y los nuevos que llegaron para quedarse, que me aguanta a la hora de espantar ausencias cuando vuelven las noches en que la nostalgia asalta.

Aun cuando hubo días en que el norte fue difuso y largas noches que no tuvieron alba, todo pasó y lo que ha de venir, también pasará, porque nada es eterno, porque todo fluye y todo enseña. Se que mi presencia en España cuenta por sí sola mi historia, una crónica viva y valiente a la que no le cambio nada, absolutamente nada, porque cada día vivido ha venido para enriquecer mi existencia y a dejar razones para crecer por dentro. Así que sin miedo para cuando llegue el momento de escribir el punto aparte, aquí estoy y aquí me quedo, junto a esta lumbre que me agarró a esta tierra y junto a esta madre, que me parió de nuevo.←®

A ti, mi flaco, con amor del bueno, ese que traspasará todos los años y todos mis miedos. Gracias por enseñarme el camino y porque durante el tiempo necesario fuiste el camino mismo. Eres esa parada obligatoria cuando necesito agradecer al universo todo lo que hoy soy, todo lo que hoy tengo. Gracias por ser un maestro.

¡Gracias, gracias, gracias!

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