El nombre de la felicidad

Si la felicidad es esa mariposa que va y viene revoloteando entre el corazón y el estómago cuando nos maravillamos ante algo, que nos afloja esa lágrima de ternura en la que sentimos que nos derretimos por dentro, que sin ton ni son nos desata esa carcajada que ilumina nuestros ojos y con la que nos sentimos gigantes y, es la misma que deja que durante largas horas nos perdamos en la contemplación de esa cosita con la que nos vibra el alma, puedo decir, entonces, que estoy siendo feliz. Muy feliz.

Creo firmemente en la sincronicidad del universo y en que el destino, irreductiblemente, pone frente a frente a las almas señaladas para el encuentro. Creo rotundamente que no existen las casualidades y que el refrán “cuando toca, ni aunque te quites y cuando no toca, ni porque te pongas” es una certeza tan grande como un templo. Y creo, también, que en mi libertad elegida hay más de responsabilidad que de miedo. Responsabilidad, porque los compromisos, cuando se arrogan, se deben tomar como si de ello dependiera nuestra vida, si no, entonces ¿qué cosa es esa?

Tomar la decisión de invitar una compañía a mi vida me llevó varios años de devaneo y cada vez que lo pensaba, el vacío de la enorme responsabilidad que se podía venir me echaba para atrás. Con lo cual, siempre que le daba vuelta al asunto, la vocesita de mi conciencia me frenaba en un insistente “sí, pero no”.

El encierro en la pandemia me sirvió para varias cosas, entre otras, para grabarme con sangre la importancia de las elecciones vitales y lo innegociable que es mi tranquilidad. Pero también, para algo muy decisivo como fue dar el paso que durante tanto tiempo venía aplazando, hasta lograr que la vocecita cambiara su discurso del “sí, pero…”, por el “¡Sí! ¿por qué no?”. Así es que, con el alborozo y la seguridad de que todo lo que se podía venir no sería otra cosa que algo hermoso y gratificante, me di a la tarea de encontrar a esa almita que de seguro andaba por el mundo buscándome.

Y nos encontramos

El protocolo fue sencillo y la sincronicidad del universo nos juntó en menos de una semana. Una persona que ya no podía hacerse cargo de ella le estaba buscando hogar y yo, que ya había lanzado al cosmos el deseo de compartir mi vida con un ser de luz, estaba ahí, en el momento justo, a la hora indicada. Y nos encontramos. Y fue amor a primera vista. Y como los presagios en los que tanto creo, llegó con el nombre de la felicidad: ¡Happy! ¡mi Happy! De tal forma que en ese mismo instante comprendí que la vida me estaba enviando con ella la esencia misma de la fortuna.

La noche que fui a conocerla no pude dormir pensando en todo lo que íbamos a hacer juntas y antes de que llegara a casa, me perdí en la logística de acondicionar el espacio para ayudarle a sentir que yo sería su nuevo hogar, que de mi casa ella iba a ser la reina y que mis brazos serían el lugar más seguro que podría encontrar para su frágil existencia.

Mientras me encargaba de borrar los evidentes signos de dejadez en su “perrunidad”, que comenzó por una inmersión profunda de baño y peluquería y curarle una otitis severa que con sus pequeñas patitas intentaba arrancarse a punta de golpes en su cabeza (para luego desparasitarla, esterilizarla y hacerle una limpieza rotunda de boca que la dejó bastante mueca), fuimos teniendo una larga y muy llorosa -por mi parte- conversación que duró varios días y que como el hilo rojo de las almas enamoradas, tejió un vínculo de amor y lealtad entre nosotras que tal vez ni la muerte de alguna de las dos pueda romper.

Los días siguientes me derretí de a pocos y lloré a mares con su aflicción y su empeño en vivir de puntitas, en silencio, casi sin moverse, como intentando pasar inadvertida. Ante esa forma tan triste, a la vez que dulce, de manifestar su sensación de abandono, me di a la tarea de mitigar su melancolía y el estrés que le suponía sentirse separada de su manada -esa a la que había pertenecido en sus cuatro años de vida y con la que compartía hasta las pulgas- abrazándola con una ternura que creo que no he desplegado por nadie en la vida.. Mientras la arrullaba como a un bebé, le hablaba de la profundidad del amor, por lo menos, de la profundidad del mío hacia ella, de la certeza de mi compromiso con su ser y su bienestar, del significado trascendente de su presencia en este momento de mi vida y del lugar de privilegio que siempre estará reservado para ella en mi casa y en mi corazón. Y cuando me perdía en sus ojitos negros expectantes y profundos, acudía Benedetti a mi cabeza con esta sentencia que es un pacto entre las dos: “sé que voy a quererte sin preguntas, sé que vas a quererme sin respuestas”.

Hoy, un año después de nuestro primer encuentro, somos inseparables y hacemos el tándem perfecto. Escuchar el chaca chaca de sus patitas detrás de mí mientras me muevo por la casa, es la mejor música que puede ambientar nuestro hogar. Sus besos, sus lametazos y sus saltos y volteretas de felicidad con los que me recibe al llegar a casa -luego de esperar por horas mi regreso sin levantarse del felpudo-, me ablandan tanto, que su gozo se encuentra con mis ojos anegados de amor puro, el más puro de todos mis amores sentidos y no puedo más que agradecerle por venir a mí, por su compañía y por llenar mi vida con su ser.

Los despertares con ella son el mejor momento de mis días y todas las mañanas, mientras posa su cabecita en mi pecho cuando sabe que ya es la hora de levantarnos, le acaricio su barriguita suave y peluda y le recuerdo que es mi princess dog y que siempre será mi princess dog. Con las orejas empinadas y esa mirada limpia e insistente que vigila cada uno de mis movimientos y escudriña cada una de mis palabras, me enseña que su compañía es esa inmensidad de todos los universos posibles, pues en todos, si nos volvemos a encontrar, seguro que nos elegiremos de nuevo, porque ella no es solo una perrita, ella es mi compañera en este, mi viaje Happy.

Hoy celebro la enormidad de su amor y su ternura y festejo que esa pureza que me transmite en su mirada, logró cambiar mi vida por completo.

“Niebla, mi camarada, aunque tú no lo sabes, nos queda todavía en medio de esta heroica pena bombardeada, la fe, que es alegría, alegría, alegría”

(Rafael Alberti a su perra Niebla)

Apurando lo inconcluso

Cuando entraste en casa aquella tarde, no sabía yo que volvías para irte. No sabía yo que volvías para abrazar con fatiga, para amar con desgano, para estar sin estar. No sabía yo ¡que volvías para apurar lo inconcluso!

Y llegaste para irte

Y entonces, mis ojos se fijaron en tu estar difuso y comprendí que éste era el agur que dejamos suspendido hace tiempo. Mi mirada acompañó tu partida sin sentir dolor, sin rabia, sin angustia y el rencor pasó de largo. Y entonces, la apatía se fue de fiesta

Y decidí recordarte con agradecimiento por las promesas no selladas, por los “te quiero” no pronunciados, por los abrazos no dados, por los besos no sentidos, por los suspiros con destino ajeno y por todo, todo lo revelado en tu mirada perdida

Devolví tú risa al universo y deposité en la tierra tu pasión perdida. Entonces abracé con mi alma tu recuerdo y vestí con mi alegría la nostalgia por lo que murió en su segundo intento

¿Y luego? luego tiré la almohada que ahuecaste, rompí los libros que leíste y en tu taza de café sembré una planta que hoy florece

El calor del verano llenará los vacíos y encenderá de nuevo la lumbre que se nos apagó en las manos ¡seguro!

¿Y en el otoño? ¡en el otoño a otra cosa!

Gracias por llegar con el invierno y marcharte en primavera.

La cepa

Fue un domingo de plan familiar frente al televisor. Emocionados vimos en nuestro recién estrenado Phillips, cómo un mastodonte de ocho plantas y cuatro mil ochocientas toneladas era desembrado de su terreno y removido 29 metros al sur en una ciudad que, para el año 1974, comenzaba a crecer por sus extremos -físicos y metafóricos- y necesitaba unir el oriente con el occidente para dar paso a la turbulenta calle 19 del centro de Bogotá, la ciudad que me parió (la primera vez). Sigue leyendo

Estafa

 

No nos une nada. Nada. Ni la carne ni el fuego que ayer fuimos

Ni el sol que nos alumbra, ni la luz de los domingos que nos regaló mil planes

No sé en qué punto desapareció ese hilo rojo que nos unió el alma y que pensamos nos fundiría en ésta y las vidas que vinieran

No lo sé Sigue leyendo

Sí hay muertos malos

Aquel año las estadísticas señalaron un asfixiante aumento en las temperaturas del verano. Los termómetros no paraban de subir y el asfalto rezumaba ese olor a brea que tarde a tarde amenazaba con derretir nuestros pulmones. Despertaba agosto en Madrid y los pocos cristianos que impávidos custodiábamos la ciudad, sentíamos que el sol nos achicharraba el cerebro cada vez que pisábamos la calle. Eran días en que media ciudad se torraba en las playas mediterráneas y la otra mitad sobrevivía a codazos en las piscinas municipales. Sigue leyendo