Ochenta y tres veces

Nunca olvidó que eran trescientos cincuenta y seis los pasos que caminaba desde la puerta del estacionamiento de la calle Los Duendes, hasta que se sentaba en la primera silla de la barra de La Corte. Tampoco, que eran trescientos noventa y cuatro los que hacía en dirección contraria, luego de pagar las dos horas y treinta minutos de estacionamiento posterior a su encuentro con Teresa, el tercer viernes de cada mes, a las cuatro y quince de la tarde.

14840207.5488b67915056Esta vez, después de tres años, cuatro meses y veinte días de ausencia, los contó nuevamente. Uno a uno. Los contó para comprobar que la memoria no le fallaba y que sus piernas seguían dinámicas, dando zancadas ágiles para no sumar –pero tampoco restar- ni un solo paso a la cifra que había refrendado sin falta en cada recorrido para verla a ella, a La nena, como siempre le gustó llamarla.

Al llegar a la puerta del bar se detuvo, como lo hacía antes, en el paso trescientos cuarenta y allí sacó del bolsillo de su americana un paquete de Treasurer Black  y, con la mirada congelada, perdida en los filtros dorados que asomaban por la pequeña caja metálica, sintió un calambre frío que lo abrazaba lentamente, como si un cubo de hielo se le deslizase desde la nuca hasta el final de la espalda proyectando en su cabeza la película de los seis años, diez meses y veinte días en que repitió esta misma rutina.

Con calma y con el eco de cierto torbellino de nostalgia revoloteando en su pecho, luego de encender el cuarto cigarrillo de la tarde, miró la hora en su reloj y comprobó que era la primera vez, de las ochenta y tres que acudió a aquel lugar, que llegaba siete minutos antes de la hora fijada, pues en todas las ocasiones anteriores tan solo eran cinco los minutos con que se anticipaba a cada cita.

Con la primera bocanada de humo dio un vistazo a su alrededor, advirtiendo que el quiosco de las flores había desaparecido dejando paso a la terraza de un restaurante japonés. La cruz verde de la farmacia de la esquina ahora era reemplazada por la silueta neón de unas largas piernas que anunciaban un sex shop, y la ferretería contigua a La Corte, hoy la relevaba un lúgubre local en cuya fachada triste y mal pintada se leía “Money change”. 

cabezaMuchas cosas habían cambiado en aquel vecindario, excepto La corte, por la que el tiempo parecía detenido tres años, cuatro meses y veinte días atrás. Acercó su ojos al impecable cristal del bar para observar el movimiento del local en el que, tal como lo recordaba, bohemios de todas las nacionalidades, condiciones y pelambres, se daban codazos para pedir una caña en la barra que, como la tradición mandaba, venía acompañada por una sublime e histórica tapita de pastel de patatas con queso y curry.

En lo primero que puso sus ojos fue en el techo abovedado cubierto de unos confusos frescos -ante los que siempre pensó que los desmanes de Sodoma y Gomorra eran inocentes fiestas infantiles-, para comprobar que seguían intactos, con la misma sombra cobriza que daban cuenta del humo de los miles y miles y miles de cigarrillos que se habían fumado allí, en los más de sesenta años en que llevaba abierta aquella emblemática taberna del barrio más canalla de Madrid.

Mientras apagaba el cigarrillo con la punta de sus impecables Fratell Rossetti, pensó en Teresa y lo insoportable que siempre le resultó su imperfecta puntualidad -¿acaso le era tan difícil llegar cinco minutos antes de la hora fijada?-. Miró nuevamente el reloj para comprobar que pasaban cinco minutos desde que se plantó allí, así que volvió sus ojos por la cristalera que se le reveló como un túnel del tiempo y continuó su repaso por la vida propia que se movía al interior del bar, comprobando, nuevamente, que dentro no le esperaba nadie.

Encendió el quinto cigarro de la tarde, miró nuevamente la hora y de repente, como si el cristal del túnel del tiempo lo hubiese sentado de un solo golpe en la barra, se vio reviviendo su último encuentro con Teresa.

cabezas-vaciasElla llegaba apurada, como siempre, a la hora fijada y él, como de costumbre, le reprochaba por no anticiparse cinco minutos al encuentro. Aquel día, antes de que el camarero les pusiera sobre la barra las dos primeras, de las cuatro cervezas que se beberían en las dos horas y veinte minutos de cita al mes, cumpliendo con el ceremonial habitual, se acomodó el reloj en la muñeca izquierda y se estiró la camisa blanca que se asomaba dos centímetros dentro de la manga de su impecable americana azul. Luego de repetir el ejercicio con la otra manga, comenzó, como no podía ser de otra manera, su manoseado y repetitivo discurso en el que vomitaba, una a una, todas las maromas que tenía que hacer para acudir a verla.

Y fue entonces, sólo entonces, cuando descubrió algo que para él había estado oculto durante los últimos tres años, cuatro meses y quince días. Sólo en ese instante, en ese momento en que el cristal del túnel del tiempo le mostró de nuevo los ojos tristes de Teresa y justo en el segundo en que creyó sentir el beso que ella le daba una vez al mes, comprendió que hay despedidas que no necesitan anunciarse. Fue ahí, en ese instante, cuando entendió que hay momentos que por únicos sólo son comprensibles en el tiempo, y que hay sentires que la costumbre arrasa, porque hay amores que la rutina agota. En ese instante y sólo en ese, vio la rigidez absurda que suponía su existencia en la existencia de Teresa y, fue allí, cuando supo que tenía algo dentro que se le antojaba sentir más allá de la conciencia y mucho más allá de las normas.

Con un calambre frío paralizando su espalda y el corazón queriendo salir por su garganta, dio un paso atrás para mirar aquella verdad en perspectiva. Con el peso del mundo muerto encima, comenzó a contar el primero de los trescientos cuarenta pasos que lo regresaban al hastío de su mundo de cuadrícula. Recogiendo uno a uno cada paso y sin querer saber ya cuántos eran, desanduvo el camino hecho unos minutos antes mientras se hacía la pregunta ¿Cuándo te perdí, Teresa, dime cuándo?

El tenue y seco taconeo de sus Fratell Rossetti entrando al aparcamiento, sonando como si un condenado transitara camino del cadalso, le trajo la respuesta:

Cada una de las ochenta y tres veces que vi tus ojos tristes, cada una de ellas. . . 

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ABURRIMIENTO, según la RAE

1. m. Cansancio del ánimo originado por falta de estímulo o distracción, o por molestia reiterada.

2. m. Persona, cosa o situación que aburre.

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