→El corazón nos avisa cuando necesitamos un cambio en la hoja de ruta, en nuestra vida, en nuestro destino; cuando debemos ir al norte y no al sur; cuando debemos iniciar un camino, o por el contrario, necesitamos aquietar el movimiento y esperar. Hay quienes a esas señales les llaman corazonadas. Otros, intuición. Otros, presentimiento. Algunos hasta se atreven a llamarlas clarividencia. Pero hay quienes simplemente no las llaman de ninguna manera porque nunca se han detenido a escucharlas, ignoran su importancia, las acallan y les niegan la posibilidad de su existencia.
Atender las señales y darles el valor que merecen es toda una tarea de aprendizaje que a los encargados de nuestra etapa de instrucción se les olvidó incluir en la lista de deberes. Así como aprendemos a caminar, correr, comer, o reír, también deberíamos aprender -de manera natural- a agudizar nuestro olfato interior. Podríamos ser, tal vez, una versión positiva de Jean Baptiste Grenouille (sin pasarnos de psicópatas), olfateando cada movimiento de nuestro devenir, olisqueando cada detalle que nos sorprende especialmente, husmeando un poco más allá en las alertas que nos saltan dentro y, con nuestra nariz vigilante, ir detrás de esas alarmas que con algunas presencias y en determinadas situaciones se disparan anunciando la hora de un frenazo en seco.
De nuestra instrucción primigenia fue capada -sin derecho a réplica- la clase magistral e intensiva de inmersión al interior del YO. Alguien -ciertamente no muy iluminado- nos adormeció el instinto para interpretar los contoneos del corazón, ese músculo físico y tangible que, unido a la intuición -ese cuerpo abstracto que a todos se nos incluye en el pack de “Bienvenido a la vida que te tocó”- nos gritan en coro cuando estamos a punto de decidir mal, de repetir conductas, de redundar comportamientos, cuando nos abandonamos, cerramos los ojos y estrellamos nuestro drone contra una montaña.
Identificar el click de las alertas que el corazón nos envía mediante saltitos confusos y cuyo significado es “¡Eh, abre el ojo, espera que por ahí no es!” (Acompañados muchas veces por un no menos importante “pelillos en punta” + ocasional hormigueo en el estómago), tendría que hacer parte del ineludible entrenamiento vital y de obligatoriedad antes de pilotar nuestro vuelo individual. Merecemos graduarnos en ello con todos los honores y con cañonazos al viento si es necesario que atestigüen que esa lección –tal vez una de las más importantes de nuestra existencia- ya está más que aprendida, escrita en nuestra piel y tatuada a sangre y fuego en nuestra alma para nunca más olvidarla. Pero no, el ruido que nos distrae de lo importante es más fuerte que el silencio interior que nos guía y señala cuándo es el momento de quedarnos quietos, o, por el contrario, de calentar motores para iniciar el despegue.
Una de las formas crueles que tiene la vida para enseñarnos es poniéndonos en bandeja la posibilidad de equivocarnos, permitiendo que metamos la pata hasta el fondo del pozo y, cuando se recrea en esa equivocación una y otra vez, no es para sacarnos de la pista antes de que la orquesta afine; o para que caigamos de cabeza en ese juego manipulador del “Pobrecito de mi, qué mala suerte tengo, mira como sufro”. No. Es para mostrarnos lo frágiles que somos y lo vulnerables que podemos llegar a ser cuando otorgamos toda la fuerza de nuestras decisiones al azar; cuando dejamos que sean las circunstancias las que decidan por nosotros y no nosotros los que incidimos en ellas y, cuando creemos que vivir es sólo la acción mecánica de respirar.
Y, pensándolo bien, como en nuestro manual de instrucciones no aparece en ninguna página el capítulo “Activación de la intuición”, éste es un apartado que debemos incluir nosotros y escribirlo a pulso, con nuestra propia letra, muy legible, despacio, con excelente sintaxis y de manera tan didáctica que jamás tengamos que repetir ningún curso. Iremos a sinfín de clases, perderemos muchos exámenes, no superaremos alguna que otra prueba y se nos dificultarán ciertas materias, pero, una vez comencemos a escribir nuestro propio manual, ya será vergonzante con nosotros mismos apalearnos repitiendo una y otra vez la misma lección; es decir, empeñarnos en habitar los párvulos cuando tenemos edad de doctorarnos.
El aprendizaje
Iniciamos nuestro aprendizaje cuando decidimos activar el chip que nos permite entender que si elegimos mal, que si nos aliamos a la persona equivocada, que si las cosas no nos salieron como quisimos y estamos siendo inmensamente infelices, no es porque el mundo se ha empeñado en hacernos la vida a cuadritos y todo en el universo confabula para hundirnos en el más absoluto fracaso. No. Nos vamos haciendo sabios cuando comprendemos que el problema no está en el otro, ni en el mundo, ni en el universo, ni en mi pareja, ni en mi jefe, ni en mi vecina, y mucho menos en “La madre que me parió”, no. Esto es un No sos vos, soy yo (como la película de Juan Taratuto) y el problema no es externo, soy yo que al poner mi atención en lo superfluo estoy retrasando el aprendizaje y, por pereza y con excusas absurdas, no paso de la puerta al interior. El palo en mi rueda lo pongo yo y solo yo cuando repito una y otra vez los mismos cursos, recorro siempre y sin desviarme los mismos caminos y responsabilizo del rumbo que le doy a mi vida a quien le corresponde el turno de estar cerca de mí en cada fracaso, en cada elección inapropiada, en cada desacierto, en cada lágrima, en cada dolor.
Aprender. Aprender y seguir aprendiendo. Detenernos a descifrar las corazonadas y atenderlas. Pararnos e interpretar las señales sobre las que la intuición nos alerta y no obviarlas, darle la importancia que merecen los presentimientos y sincronizar los sentidos con nuestro instinto para que cada vez que veamos venir el abanderado que anuncia la proximidad de una decisión equivocada, se nos dispare el botón interno del “danger” que nos obligue a recordar que ese camino ya lo habíamos hecho paso a paso y que volver a transitar por él sólo nos retrasa el aprendizaje, nos ancla al mismo lugar, nos vuelve cíclicos, nos entumece la vida y nos apolilla el alma.
Levantarnos del sofá, apagar el televisor y que no nos importe la vida del vecino o del famoso de turno. Dejar de pelearnos con el mundo y de responsabilizar a los demás por mis frustraciones. Volvernos egoístas y dejar de regalarle nuestra vida a la desidia, sacudiéndonos de la comodidad del letargo. Avivar nuestra inquietud, abrir un libro y aprender algo nuevo. Explorar nuestra creatividad y descubrir lo que somos capaces de hacer. Investigar qué hay más allá de las puertas de mi casa y explorarlo sin miedo, abriendo los ojos, extendiendo los brazos, recibiendo con amor y merecimiento todo lo que me llega y que está ahí para mí, es comenzar la catarsis. Es despertar mis sentidos y con ellos iniciar el entrenamiento y la inquietud para elegir otras salidas, para abrir otras puertas, para escuchar al corazón y atender a nuestra intuición.
¿Tropezar una vez y encariñarme con la piedra? No, gracias. ¿Ir por la misma senda olvidando la estadística que indica que por ahí no voy a ninguna parte? No, gracias pero no, esa lección ya está aprendida, porque ese curso ya está superado y no soy una pescadilla que se muerde la cola indefinidamente, aturdidamente, tristemente…←
Excelente! útil y auténtico!!!!!
Bravo querida, te superas una vez más….
Me encantó 😉
Me gustaLe gusta a 1 persona
Cada día me gustas mas … !!!
Me gustaLe gusta a 1 persona
La lección es óptima; este alumno, pésimo, ciego, sordo, zote. Una vida entera intentando quitármela y no acierto. ¿Quién podría ayudarme? ¿Qué podría llevarme al pudridero?
Me gustaLe gusta a 1 persona