La amenaza

«→Llevaba 56 días de haber aterrizado en el Principado de Asturias y, aunque aun no tenía claridad si mi estancia sería definitiva -o más pronto que tarde empacaría mis alforjas para deshacer pasos de regreso a mi Bogotá natal- intentaba adaptarme a los cambios, usos y costumbres del lugar con el propósito de llevar una vida de esas que se llaman normales, mientras el destino me mostraba si esa sería la ciudad en la que debía apagar motores por un tiempo.

imagesCAMMHREXAsí es que como entre las cosas que se supone hace la gente normal es ponerse en forma, yo no podía ser menos y puse medios en el intento. El primer paso que di a la semana de llegar tratando de organizar mi día a día fue inscribirme en el Gimnasio Villanueva, un templo en el que lo más granado de la sociedad ovetense le rendía riguroso culto al cuerpo con tanta devoción como en su día los aztecas se lo rindieron al sol. Era un cómodo y moderno recinto que se encontraba a la sombra del lujoso Hotel de La Reconquista, en la zona más exclusiva de Oviedo y en el que, haciendo total uso de la anarquía, me aparecía a cualquier hora del día según el ánimo me empujara a caminar las ocho calles que separaban mi casa del Villanueva.

Entiendo que uno se debe ajustar a señalados protocolos y en determinados sitios tiene que acomodarse a lo que la parafernalia del momento y la hora ordenan y, a decir verdad, los mandatos de la etiqueta casi siempre los he asumido con respeto y sin detenerme a cuestionarlos demasiado. Es así como mi visita a aquel santuario de veneración a la perfección física la hacía de acuerdo con lo que yo entendía que mandaba el dress code del recinto; es decir, vestida con ropa apropiada para la ocasión: sudadera/chándal y enfundada en unos cómodos tenis (que para algo unos señores especialistas en el tema se quebraron la cabeza diseñando) y total austeridad en el maquillaje u otro tipo de perendengue superfluo. La fuerza de ser minuciosamente escudriñada –antes que observada- me dejó entender que no, que las mujeres normales de aquella sociedad no salían a la calle en sudadera, sino que salían de su casa vestidas como para una boda de alto postín y la metamorfosis en mujeres reales, de las de carne poco prieta, a las que les sudan las axilas, se daba en el gimnasio.

El día D

Durante la última semana, los emblemas, pendones, banderas, enseñas y demás adornos dispuestos a lo largo y ancho de las principales calles, callecitas, tiendas y tiendecitas de la ciudad indicaban que recibiríamos la visita de Felipe Juan Pablo Alfonso de todos los Santos de Borbón y Grecia, el Príncipe de Asturias, y la Reina, doña Sofía, para presidir la entrega de la vigésimo primera edición de los Premios Príncipe de Asturias; acto que año tras año se celebra en acartonada ceremonia cuyo escenario es el Teatro Campoamor de Oviedo. untitledMientras la prensa local no cesaba en recordarnos que los galardonados eran la creme de la creme de las artes y las ciencias del mundo, yo, antes que corretear por las calles detrás de los protagonistas de la noticia en busca de una foto o un soñado autógrafo, como muchos mortales, me dediqué a seguir el «bombardeo» de los medios de comunicación que con informes especiales de los informes especiales y entrevistas de las entrevistas a cuanta celebridad asomaba su nariz por la ciudad, hacían del mono tema nuestra única opción informativa.

De tal manera que llegado el día de la gran celebración y cansada de no escuchar ya nada nuevo sobre los galardonados, decliné a la tentación de apostarme en la puerta del Campoamor para ver el paseíllo de los premiados antes de entrar a escena y, ante la perspectiva de lo aburrida y pesada que me resultaría la transmisión televisiva, después de una breve siesta y segura de haberlo escuchado, leído y visto todo al respecto, aquella tarde del viernes 26 de octubre de 2001 me enfundé en mi modelito deportivo y salí rumbo al gimnasio.

Como una especie de bienvenida, el otoño principesco estaba tardando en llegar haciéndome pensar que aquella delicia de clima -casi primaveral- sería lo más duro que llegaría a sentir en la tierra de Don Pelayo (¡error!, los días y los años allí me demostrarían que ese otoño había sido una excepción), de ahí que mi atuendo fuera acorde con el clima y la ocasión, que no era otra que ejercitar mi humanidad en una tarde con 20 grados a la sombra.

Un pantalón de sudadera/chándal de algodón rojo (demasiado rojo para la ciudad, muy rojo para la ocasión y totalmente colorado para la estación) comprado en el recién descubierto Corte Inglés era lo más nuevo de una vestimenta elegida sin consultar con mi personal shopper. Completaba la indumentaria una camiseta de lanilla azul, que luego de varias vueltas por el mundo mi amiga Rocío me había donado a manera de amuleto y unas Reebok viejas, un poco raídas, bastante sucias y con muchos kilómetros de calle que a última hora y antes de salir de la mano del otro Príncipe de Asturias (éste mucho más terrenal que el Borbón) dejando atrás mi país, había metido en mi maleta «por si acaso». En una pequeña mochila de lona de la reconocida marca ACME, que para aliviar mi espalda cargaba en bandolera, llevaba lo básico, lo que toda mujer carga en su bolso: billetera, llaves, móvil, una barra energética, agua, kleenex, bolsita de artículos varios incluida cantidad colosal de maquillaje que jamás se usa, facturas, tikets, bolígrafo, chiclets, un botón perdido, monedas de baja denominación, pinza de pelo, gomas para el pelo y otra pinza para el pelo, algún sobre de azúcar, unas pastillas de ibuprofeno –por si acaso- y papelitos diversos.

La barahúnda

Luego de más de una hora de intento por bajar las calorías exigidas para que la juventud en verdad me fuera eterna, salí del Villanueva revisando una pequeña lista con las paradas que debía hacer antes de regresar a casa. Sin levantar el ojo del papelillo caminé unos cuantos pasos hasta llegar a la esquina donde la calle Ventura Rodríguez, sobre la que se encontraba el gimnasio, hacía intersección con la Gil de Jaz en donde imponente, flamante y elegante, se encuentra el Hotel de La Reconquista, albergue oficial de la realeza, su cohorte y todos los ilustres premiados durante los días de festejo por los galardonados.

Toparme de frente con una masa que me impedía doblar la esquina, me obligó a levantar la mirada de mis notas y detenerme con sorpresa ante un río humano que a lo largo de la calle se apostaba a lado y lado de la acera para, bastante perpleja, apreciar la emoción y entrega con que los ovetenses agitaban pequeñas banderas del Principado. Atónita y sin dar crédito a lo que mis ojos veían, me preguntaba en qué momento aquella torva había inundado la desangelada vía por la que una hora antes yo había pasado libremente. En un acto de total despiste y al no asociar la multitud con los Premios, le pregunté a un elegante señor qué había ocurrido y por qué tanta gente en la calle. “Están por salir el Príncipe y la Reina del hotel, fía”, contestó el hombre con notable acento asturiano. ¿Sí? ¿Y eso? dije yo sorprendida, con mi notable acento colombiano. “Que van para el Campoamor a entregar los premios”, respondió el hombre en tono de cierto reproche por mi desinformación. ¿Y van a bajar por aquí? pregunté nuevamente, haciendo gala efectivamente de mi total despiste. “Sí, claro, por aquí bajan a tomar la calle Uría” replicó el hombre dándome gentilmente la espalda.

thumbsMe puse de puntillas para tener mejor vista de la puerta del hotel y al no ver asomar las cabezas reales, repasé la lista que tenía en mis manos y pensé: “bueno, pues ya que estoy aquí, habrá que verlos ¿no? digo yo”, así es que mirando el reloj, me dije: “me da tiempo a comprar la leche”. Abriéndome paso entre la multitud, caminé unos cuantos metros y me acerqué a Rodera, la típica tienda de diario de los ovetenses donde compré una caja con seis cartones de leche La Asturiana –entera- y dos barras grandes de baguette que metí en mi mochila. Con la caja de leche en la mano y las largas barras de pan en mi bolso, regresé –no sin dificultad- a la esquina del hotel donde encontré de nuevo al elegante señor y esta vez le pregunté: “¿Ya?” a lo que el hombre respondió: “no, fía, no”, invitándome, muy gentilmente, a que apreciara nuevamente su ancha espalda.

Como al cansancio del ejercicio le sumaba el peso de la leche, no había que analizar demasiado para concluir que la única forma de aguantar para ver a Su Alteza era estando cómodamente sentada, así es que a falta de sofá, bueno me podía resultar el andén. De tal manera que haciéndome hueco entre la gente, logré ubicarme en un sitio con vista privilegiada frente al jardín del hotel. Una vez en la primera fila del andén, deposité la caja de leche en el suelo y sobre ella deposité mis huesos, todo esto ante la sorpresiva e inquisidora mirada de las elegantes damas que con sus ojos muy abiertos parecían decir “¿y tú de qué vas, maja?”. Ignorando aquellos gestos y como si no fuese la depositaria de tan altos aprecios, me senté a esperar para comprobar con mis propios ojos que Felipe y su señora madre efectivamente sí que eran «reales».

La espera

Como la espera tardaba un poco, mientras picoteaba el par de baguettes que desafiantes sobresalían de mi bolso, aproveché para analizar la escena que se acababa de descubrir ante mí. Las señoras, los señores, los niños y las niñas de todas las edades y condiciones que en cuestión de minutos habían inundado las aceras de la calle Gil de Jaz lucían tan, pero tan guapos y bien puestos, que más parecían ser ellos los galardonados o, lo que es mejor, ellos mismos parecían pertenecer por derecho propio a la cohorte celestial de la rancia nobleza española. Observándolos en sus formas y apariencia pensaba que muchos de ellos no dudarían en vender su alma al diablo por ser uno de los invitados que horas más tarde corretearían abriéndose paso a codazos por los salones del Reconquista, compitiendo para llevarse al menos uno de los suculentos premios con los que se daría por cerrada la jornada: canapé de Cabrales a la sidra sobre una fina hogaza de chapata al aroma del carbón de Mieres –por ejemplo-.

505045001287749918Mi curiosidad, tanto de mujer como de periodista, llegaba a su punto más alto observando con total perplejidad cómo el personal femenino vestía tan elegante y se apostaban con sus mejores galas como si la Gil de Jaz fuese la mismísima París Fashion Week. Altísimos tacones de marca, caros bolsos con hologramas de las más caras firmas, elegantes y excesivos abrigos –algunos de piel que cantaban en aquel sopor-, pañuelos de diseño y brillantes y enormes joyas que mezcladas con el aroma de los más diversos perfumes daban a la calle un aire de sofisticación farisea. Como una niña ante una tienda de muñecas, cerraba mi boca con trocitos de pan mientras alternaba mi deleite entre el improvisado desfile de modas y los dos jóvenes y guapos policías «secretos» que solidarios nada más sentarme sobre mi caja de leche, se apostaron a mi lado para protegerme de aquel tumulto ataviado de peligrosa falsedad.

Mientras analizaba la belleza del blanco perfil de los secretos que vestidos de traje acercaban sus brillantes zapatos negros a mis mugrientos tenis, el ruido de las gaitas que tocaban a la puerta del hotel anunciando la eventual salida del Príncipe, sumado a los nerviosos gritillos de las damas, los comentarios vacíos de los señores, el chillido de los niños y el ruido de las motocicletas encendidas de los dos policías que se habían apostado en línea recta frente a mí en la acera opuesta, comenzaba a aturdirme escuchándolo todo y a la vez no dejándome escuchar nada.

En tanto que mis sentidos se ejercitaban en la tarea de la asimilación, los minutos transcurrían en total sincronía con la disminución de tamaño de las barras de pan en mi bolso. Sintiéndome la más afortunada espectadora y viviendo por unos momentos la gloria de tener la mejor ubicación de la jornada, la sensación de saber que a su paso el Príncipe me vería cómodamente sentada sobre aquel improvisado, pero original sillón, provocaba en mí una risilla de arrogancia como la que asalta a los turistas que se fotografían junto a los Ferrari abandonados en la puerta de Harrod’s. Pues así. Esa risilla socarrona se dibujaba en mi cara mientras continuaba comiendo pan sin hambre y bebiendo agua sin sed.

La amenaza

Y allí estaba yo, observando aquella Feria de las vanidades, y casi palpando las largas piernas de los secretos apostados a mi lado, que en su intento por protegerme de la muchedumbre se acercaban cada vez más a las mías. Mientras, me entretenía detallando los músculos -uno a uno- de los guapos policías que tenía enfrente y que prestos colaboraban con mi custodia ataviados con toda suerte de artilugios, de esos capaces de intimidar al más aventurado de los kamikazes y me decía “¡por favor, pero qué buenos están!”. Ante la tardanza en la salida de la soberana y su vástago, el ejercicio de curiosear la calle vista arriba y vista abajo, me obligaba a cruzar la mirada con los dos uniformados armados hasta los dientes que me miraban fijamente a la vez que hablaban por sus radios y me decía: “seguro que debo brillar en medio de tanto figurín, porque a estos guapos lo que les gustan son las mujeres naturales, así, como yo”.

En esas andaba, cruzando miraditas con los polis cuando de repente, en un momento en que el ruido de gaitas y gritos me permitió identificar un sonido claro, escuché que de la radio de uno de mis escoltas salían la palabras «chándal rojo» y, dada la escases de ese color en el paisaje de la tarde, como si a golpe de gong se encendiera una alerta dentro de mi pecho, mis ojos se clavaron fijamente en los de uno de los guapos uniformados. De pronto la calle toda se silenció para mí y ayudada de una insipiente lectura de labios –que pegados a la radio no paraban de moverse- entendí el significado del cruce de miradas con mis protectores.

imagesAnte la imposibilidad de levantarme del improvisado sofá, dada la gran expectativa causada por mi chándal rojo –por no decir el conjunto en general y con él toda yo-, para evitar movilizar más tropa, no tuve otro remedio que limitarme a respirar tranquila y quedarme quietecita a esperar la ahora tan «anhelada» salida de la señora Sofía y su hijo Felipe.  En una rápida decisión preferí reservar algo de pan para la cena y no poner nerviosa la mira de los francotiradores, que desde las azoteas estarían contando una a una cada peca de mi rostro. Así es que quité la mano del pan y la aparté de mi ACME y, como toda una niña buena, la puse sobre la otra para posarlas en mis rodillas de manera que, además de las pecas, lo francotiradores vieran que pese a la pinta de terrorista, lucía una manicura perfecta.

Y así fue como viví mis primeros Premios Príncipe de Asturias en la vieja Vetusta. En los años siguientes, mi experiencia sería como periodista y con acreditación de prensa trabajando para la revista Gente de Asturias. Desconozco, mientras los menesteres de mi labor me mantenían entretenida, cuál sería la amenaza terrorista que año tras año me fue relevando.

*Hoy, catorce años después y en medio de la polémica habitual alrededor de ellos, el Teatro Campoamor se viste de gala para entregar los primeros Premios Princesa de Asturias.

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